Seguro, ansioso, evitativo y desorganizado. Son los cuatro estilos de apego que se desarrollan desde la infancia y que marcan la forma en que los adultos se relacionan con los demás. A pesar de que se pueden modificar, una vez establecidos, se mantienen para toda la vida.
Ad (hacia) y picare (unir o pegar). Son estas dos raíces latinas las que forman la palabra que hoy conocemos como apego. Una unión, un vínculo afectivo. Se trata de un concepto en el que ahondaron por primera vez los investigadores John Bowlby y Mary Ainsworth en la segunda mitad del siglo XX. Ambos estudiaron cómo los niños pequeños buscaban amparo y protección en sus adultos de referencia en situaciones críticas. Descubrieron entonces que “la variable principal que incidía en el apego de los niños era la forma en la que la persona cuidadora respondía a su demanda afectiva”, explica a CuídatePlus Raúl Padilla, psicoterapeuta y sexólogo.
Más allá de cubrir las necesidades mínimas de un bebé, es curioso observar hasta qué punto es esencial también su cuidado emocional. “Si un niño no lo recibe, puede llegar a tener problemas de desarrollo neurológico, en el lenguaje, en habilidades motoras… todo por no haber tenido esos cuidados afectivos en sus primeros momentos de su infancia”, indica Diana Sánchez, psicoterapeuta y psicóloga perinatal.
Estas experiencias tempranas, continúa Padilla, “hacen que la mente del niño se acostumbre a trabajar de una forma determinada a la hora de relacionarse”. Y así, con el paso de los años, los individuos acaban con un estilo de apego concreto, “se determina el modo social de funcionamiento de las personas en la edad adulta”, afirma el experto. Precisamente, los diferentes tipos de apego han inundado las redes sociales en los últimos meses. Sus usuarios se han interesado por entenderlos todos y saber cuál han desarrollado. Lo primero que deben saber es que, una vez establecidos, perduran para toda la vida. Eso sí, Sánchez aclara que aunque se mantienen, “es verdad que también podemos aprender a relacionarnos de forma diferente”. La persona con la que creamos un vínculo es un elemento importante a tener en cuenta porque podemos adaptarnos a ella.
Padilla destaca que, inicialmente, Bowlby diferenció entre dos formas de apego:
Apego seguro. Se caracteriza por la presencia de una persona cuidadora que expresa cariño y atención incondicional. “Una madre no va a evitar que su hijo se caiga en sus primeros pasos, pero sí que le va a ayudar a sostenerle en el llanto, lo que hace que el niño se calme. Las relaciones humanas para él son seguras”, ejemplifica Sánchez.
Apego inseguro. Se produce cuando la figura de referencia tiene ciertos déficits en el cuidado del pequeño que hace que este desarrolle creencias sobre la realidad acordes con esa pequeña interacción y las generaliza al resto de relaciones como una hipótesis de partida. Al contrario del seguro, este estilo provoca desconfianza.
En un segundo momento, Mary Ainsworth, describió dos tipos de apego inseguro, dependiendo de dónde recae la desconfianza y la inseguridad del pequeño:
Apego ansioso-ambivalente. En este caso, la desconfianza del niño recae sobre sí mismo y su capacidad para obtener lo que necesita. La figura de referencia cubriría a veces y otras no las necesidades, reforzando intermitentemente al niño y creando la necesidad de buscar la presencia de forma permanente al anticipar su ausencia. Sánchez coincide en que este estilo se basa en ser más inconsistente, es decir, “en ocasiones la persona puede mostrarse segura y tranquila y, en otras, estar más nerviosa”.
Apego evitativo. El foco de desconfianza está en el exterior, por lo que el niño intenta evitar la intimidad y cercanía para no sentirse defraudado, pero se mantiene la creencia en que puede confiar en sí mismo y sus aptitudes para cubrir sus necesidades.
Por último, “Main y Solomon describieron un tercer tipo de apego inseguro: el desorganizado, según el cual la desconfianza y el mal concepto recae tanto en él como en quien le rodea. Se produce cuando la figura de apego, por un lado, satisface sus necesidades, pero, por otro, también es alguien a quien el niño teme y de quien debe protegerse. Suele tener relación con sucesos traumáticos”, detalla Padilla. Es probable que el maltrato físico se esconda en estos casos, a pesar de que no siempre tiene que ser así. “A lo mejor, la madre o el padre puede sufrir una depresión muy severa y no atender a ese niño. Es tan mala la negligencia por conductas de abuso físico-emocional, como la ausencia total del cuidado físico-emocional”, recuerda la psicoterapeuta.
¿Cómo afecta cada estilo de apego una vez que somos adultos?
Apego seguro
Estas personas aprendieron a confiar y a tener seguridad en sí mismos gracias a las personas que les brindaron su atención incondicional. Creen en sí mismas y en sus capacidades porque antes creyeron en ellas sus cuidadores. “Son aspectos definitorios de este tipo de apego la mejor gestión emocional, que se manifiesta en un abanico de habilidades sociales más amplio, un mejor afrontamiento de eventos traumáticos y una autoestima más equilibrada. Tienen unas expectativas realistas con respecto a lo que pueden esperar y no sienten miedo a la intimidad y a la apertura emocional”, expresa Padilla.
El especialista añade que los individuos con apego seguro “se muestran disponibles y sienten que la otra persona está disponible sin necesidad de comprobar continuamente si se puede contar con ella o no”.
Apego ansioso-ambivalente
Los adultos con apego ansioso-ambivalente dependen emocionalmente de su cuidador, a quien buscan continuamente y de quien se sienten arrancados durante las separaciones. De acuerdo con el psicoterapeuta, “es el apego más habitual en nuestra sociedad, pero no por eso el más recomendable. Coincide casi a la perfección con el perfil del amor romántico, con la presencia de celos, angustias, dobles juegos, desconfianzas e inseguridades”.
“No suele haber una estabilidad en la expresión emocional a lo largo de las relaciones y se produce un bombardeo inicial de afectividad que va disminuyendo, a veces de manera dramática. Sólo se recupera cuando se siente que la relación está en peligro, vivido como un terror a la separación”, expresa Padilla, quien afirma: “Este apego preocupado y angustiado por el abandono desarrolla relaciones breves y tormentosas. Son hiperdependientes”.
Apego evitativo
Cuando un niño se acostumbra a que sólo puede contar con él mismo, crea una representación mental en la que no puede confiar ni depender de los demás. “Esto produce un alejamiento emocional (y muchas veces, físico) e, internamente, la duda sobre si es o no amado por la persona de referencia, lo que crea una desconfianza en sí mismo”, apunta el especialista.
En estos casos, el apego es muy débil, no hay una relación afectiva profunda ya que se evita que surja para evitar el dolor. En este sentido, Padilla explica que la falta de interacción emocional hace que “no se desarrollen demasiado las habilidades sociales necesarias para detectar y disfrutar de las muestras de afecto de los demás, con lo que es difícil que se pueda profundizar en una relación”.
Apego desorganizado
No todas las personas que son cuidadoras principales de un niño están capacitadas para ello. “Se crea el esquema mental de que aquella persona a quien amamos en cualquier momento nos puede hacer daño. Se genera una doble relación simultánea de acercamiento y alejamiento en cuyo caso el sentido de la propia identidad o la imagen de quien es objeto de apego se ve afectada”, resume Padilla.
Este estilo de apego suele acompañar a alguna patología psiquiátrica y resulta muy complicado a la hora de establecer una relación afectiva sana a medio plazo. El psicólogo advierte que se trata del “prototipo de relación tóxica en la que se engancha otra persona con un apego ansioso. Puede ser demoledora”.
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