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¿Qué nos quieren contar Beyoncé y Jay-Z con su último video?

chismo by chismo
18 junio, 2018
in Nacionales
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¿Qué nos quieren contar Beyoncé y Jay-Z con su último video?

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Analizamos ‘Apeshit’ buscando todos los significados ocultos tras las imágenes y las letras de este sorprendente trabajo.

En Crazy In Love, el primer single en solitario de Beyoncé, la cantante invitó a su por entonces novio Jay-Z a rapear mientras ella se contoneaba llevando solo un bikini, una estola de piel, unos tacones de aguja y mucha actitud. El fuego del asfalto terminaba siendo apaciguado por el torrente de una fuente antiincendios que dejaba a la diva, como parecía obligatorio en todos los videoclips pop de la época, empapada y restregándose contra sí misma. Mientras esto ocurría, él no le miraba a la cara en ningún momento. Han pasado 15 años y Beyoncé ha lanzado junto a su hoy marido, colaborador y socio Apeshit, el primer single de su álbum conjunto Everything Is Love. Pero ellos ya no son los mismos y el mundo tampoco. El mundo ahora es suyo.

Beyoncé y Jay Z comienzan esta visita guiada por el Louvre como los buenos turistas americanos que son: delante del cuatro más famoso (La Gioconda), pero sin prestarle atención. Porque aquí no hay más obra de arte que ellos. La narrativa de esta pareja, la más adinerada del mundo del espectáculo según Forbes, está marcada por el exhibicionismo: cuando ella descubrió que él le había sido infiel, se negó a ser la reencarnación del mito de la diva negra destruida por los abusos de un hombre (Tina Turner, Whitney Houston, Rihanna) y optó por rentabilizarlo comercial y artísticamente dedicándole un álbum entero, Lemonade. En Apeshit, Beyoncé y Jay-Z vuelven a cantar sobre su tema favorito: Beyoncé y Jay-Z. 

Ya visitaron el Louvre en 2014 y tomaron multitud de instantáneas.
©Beyonce.com
“Pon respeto en mi cheque” rapea ella, “págame en igualdad o verás como le doy la vuelta al pene”. Él ejerce, en realidad, de comparsa porque es Beyoncé quien lleva el discurso sobre sus hombros, sus caderas y sus pelucas. Baila con un grupo de negras delante de La coronación del emperador y la emperatriz de Jacques-Louis David una coreografía en la que el único eje es la pelvis, lo cual sugiere maternidad, femineidad y sexualidad pero también poder, subversión y desafío cultural: en el siguiente plano, el cuadro está dado la vuelta. Esta obra resultó atípica en su momento (1805) porque, como si de un documento periodístico se tratase, retrató la toma de poder de Napoleón Bonaparte a tiempo real y a las 200 personas (blancas) que asistieron al evento. En un primer esbozo Jacques-Louis David representó la coronación de Napoléon, pero sus discípulos le recomendaron que optase por el momento en el que el emperador corona a su esposa Josefina, lo cual convirtió la obra en una rareza para la época al otorgar un protagonismo inusitado a la mujer. Lo que había ocurrido en la realidad (y David recreó en aquel primer borrador) es que Napoléon se había saltado todo el protocolo y se había coronado a sí mismo.

Beyoncé y Jay-Z pretenden, de este modo, coronarse a sí mismos. ¿Pero con qué título? Con todos. Con todos los títulos.

El atuendo que ella elige para presentarse delante de La coronación del emperador y el emperatriz (porque ellos parecen rechazar admirar un arte que no les representa, sino que lo reescriben al utilizarlo como decoración para su conquista) es un sujetador y unas mallas de cuadros Burberry, quizá el estampado más de clase media-alta blanca que existe. Incluso en un momento dado él rapea que a los blancos “les gustaría alcanzar la igualdad”. Pero las imágenes cuentan otra historia: la mayoría de negros que aparecen en el videoclip, los que no son Beyoncé o Jay-Z, están en los aledaños del Louvre. Están en callejones, en moteles, en las taquillas. Solo la pareja tiene acceso a este templo cultural blanco y, lo que es más poderoso, a cerrarlo para ellos solos e iluminarlo con los colores (magenta y púrpura) con los que se iluminan las películas y las series protagonizadas por negros como Moonlight o Atlanta. 

En familia fue primero.
©Beyonce.com

Mientras ella puede ser muchas cosas (aparece vestida de Virgen católica, homenajea a sus predecesoras con el look de las negras en los 90 popularizado por el grupo de hip-hop TLC y alcanza la cima de su poder cubierta de perlas sin enseñar ni un centímetro de su cuerpo), él solo sale vestido de mafioso, el uniforme oficial de los raperos en el siglo XXI. Uno de los episodios más polémicos de su trayectoria conjunta ocurrió en 2013, cuando en Drunk In Love Jay-Z rapeaba “eat the cake, Anna Mae” (cómete el pastel, Anna Mae) en referencia a aquella escena de Tina en la que Ike Turner humillaba a su mujer en una cafetería obligándola a comer tarta y agrediéndola físicamente. En el videoclip, Beyoncé movía los labios pronunciando esa frase. En Apeshit, es él quien hace playback de las palabras de su mujer, porque este imperio le pertenece más a ella que a él: mientras su marido permanece impasible (como siempre), Beyoncé baila fuera de control como si estuviese en su casa. Ya no baila para él, ahora baila para sí misma. 

Recreándose. La visita al museo fue privada.
©Beyonce.com
La ostentación de poder, fama y riqueza que el matrimonio despliega contra la pantalla responde a la tradición del hip-hop de los años 90 y 2000 en la que los raperos negros se regodeaban en su recién adquirido estatus social. El éxito comercial del hip-hop engendró a la primera generación de negros millonarios y su triunfo resultaba una anomalía que funcionaba como arma política: ahora ellos podían ser tan petulantes con su dinero como los yuppies blancos lo habían sido durante el Tourmalet de Wall Street en los 80. Beyoncé y Jay-Z son figuras políticas por definición pero no por obra, aunque quizá ahí radica su hito contracultural. La humanidad está ya tan acostumbrada a existir como súbditos de esta pareja que millones de negros sienten hoy que el triunfo, por primera vez en la historia, está a su alcance. Hace unos meses, ella colonizó la última fortificación del privilegio artístico blanco al encabezar el cartel del festival de Coachella y llena más estadios que nunca con las entradas a precio de petróleo a pesar de llevar una década sin un hit en las listas. Este estatus es solo comparable al de Bruce Springsteen o los Rolling Stones, pero ella lo ha conseguido en 20 años de carrera. 

Diciéndose: “La diosa soy yo”
©Beyonce.com
Pero ellos quieren agrandar la piscina. Jay-Z le dice a los Grammys que les jodan por haberle dado cero de los ocho a los que estaba nominado este año (y eso que tiene un total de 21 galardones) y nos explica que ha rechazado actuar en la Super Bowl, el pantagruélico evento deportivo para las masas en el que su esposa ha cantado tres veces, porque “vosotros me necesitáis a mí, yo a vosotroos no”. También aprovecha para promocionar el próximo proyecto cinematográfico de su señora (“¿quién es tu rey león?”, Beyoncé doblará a Nala en la nueva versión del clásico de Disney) cuando se describe a sí mismo como un cruce entre Chief Keef (un rapero de moda de 22 años) y Rafiki y neutraliza un insulto racista al definirse como “un gorila en un puto gallinero”. Beyoncé miente sin parpadear cuando rapea que “nos importa una mierda la fama” y también cuando se asombra porque “no me puedo creer que lo hayamos conseguido”. Su mirada sugiere otra cosa: nada les importa más que la fama y por supuesto que se puede creer que lo hayan conseguido.

En otra canción de Everything Is Love, la cantante aclara que “si me importasen los números, pondría Lemonade en Spotify, que os jodan”. El disco solo está disponible en la plataforma de streaming Tidal, propiedad de Jay-Z, y a la venta en iTunes. Nadie tiene muy claro hasta qué punto este matrimonio sigue siendo una relación (ella ha concedido una entrevista en los últimos tres años), pero no hay duda de que es un producto. Hace cuatro años, la pareja visitó el Louvre y se hizo selfies con todas las obras que ahora aparecen en Apeshit: lo que el videoclip nos vende es una versión producida, hiperestilizada y conceptual de su propia vida privada.

Cuando parece que ella se va a poner feminista (“llama a mis chicas y ponlas en una nave espacial”), resulta que solo está hablando de sí misma (“charla conmigo una noche y te haré famosa”, quizá en referencia a la actriz Tiffany Haddish, cuya anécdota de la fiesta en la que alguien mordió a Beyoncé se viralizó hace un par de meses). Cuando Jay-Z sentencia una referencia a la esclavitud, resulta que lo que quiere es erigirse como el libertador de los esclavos (“a todo mi pueblo, yo lo libero, salto en el látigo, quieres ver a las estrellas”), porque desde luego Kanye West no va a encargarse de ello.

Al final, los mensajes políticos que provocarían otra marcha de los mil hombres están en el programa de mano de este museo, no en los pasillos. Una mujer atusándole el afro a un hombre delante de La Gioconda (no son Beyoncé y Jay-Z, pero podrían serlo algún día), porque el pelo ha sido históricamente para la comunidad negra un símbolo de su vergüenza primero y de su empoderamiento después: las trencitas que Beyoncé lucía en Lemonade, una tradición negra que sin embargo popularizó la blanquísima Bo Derek en los 70, también funcionaron como cambio de look reivindicativo en el videoclip de Formation. La imagen de la obra orientalista Retrato de mujer negra de Marie-Guillemine Benoist (pintado casi a la vez que La coronación del emperador y la emperatriz) dando paso a la cara de Beyoncé: una negra anónima y, dos siglos después, la mujer más famosa del planeta. Pero por encima de todos los mensajes, el que tiene mayor significado ocurre en el espectador: cuando por fin Beyoncé y Jay-Z se dan la vuelta para mirar a La Gioconda, uno tiene la sensación de que la Mona Lisa va a romper su enigmática expresión de 500 años para salir del cuadro y pedirles un autógrafo.

Fuente: revistavanityfair.es

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